26 febrero, 2014

Las tardes de lluvia siempre me duelen

Entre a la casa y lo primero que vi, fue ese sillón negro, viejo. Sigue estando donde mismo, donde siempre. Corrí un poco la cortina, no se por qué ya que está lloviendo a cántaros y eso me irrita. Pero hoy, entre el caos en el que se ha convertido mi vida, ver la lluvia no resulta tan malo.
Me derrumbo en el sillón raído, y recuerdo aquella vez en que nos conocimos. Caminaba presuroso al bar, ese lugar un tanto mezquino, un tanto glorioso, del que todo el mundo habla en nuestra ciudad; recuerdo que tocaría esa noche por primera vez. Cuando estaba a solo unas cuadras de dicho lugar, la lluvia se hizo presente. Parecía que el mundo iba a terminar y que moriríamos bajo un mar de gotas, que se esparcía por calles y aceras. Corrí por una calle, hasta llegar a aquél pequeño café situado en la esquina, con sus paredes rojas que escurrían lluvia, cual lágrimas en un rostro. Era el único lugar que me podía dar refugio, y en el que podría beber algo caliente que apaciguara el frío, causado por mi ropa húmeda.
Y de pronto, el frío, el café y la lluvia desaparecieron del universo, pues entraste tú al local. Maldecías por debajo, para que nadie te escuchara, casi entre dientes. Cerraste un pequeño paraguas y desabotonaste cada uno de los botones de tu chaqueta guinda. Guardaste una pequeña libreta dentro de tu bolso, y pediste un café.
- Vaya, qué bello día para pasear por la ciudad, ¿no lo cree? - Dije sin pensarlo dos veces.
- Si, definitivamente no pudimos elegir un día más perfecto. - Y esbozaste una sonrisa, tan ligera, tan sensual, tan hermosa.
Platicamos largo rato, tazas de café iban y venían y, ya que las inclemencias climatológicas arruinaron tu entrevista de trabajo, decidiste acompañarme al bar donde tocaría. Me preparé como siempre lo hago, un poco más tal vez por tu presencia. Me preguntaron tu nombre, solo supe decir que te llamabas Laura. Desde el escenario te veía, sentada en ese banco, con el bolso, chaqueta y paraguas en mano, meciendo tu cabeza y tu larga y negra cabellera, al compás de cada acorde.
Dos horas después, salimos de aquél lugar. Era la primera ocasión en que no sabía que decir al momento de despedirnos.
- ¿Te veo luego? ¿Me darías tu número? ¿Volveré a verte otra vez? - Nada, ninguna pregunta, ningún comentario o frase, solo un simple adiós y un abrazo.
Varios días, camino al trabajo y al bar, me detuve en la cafetería, buscando tu oscura melena entre las personas que degustaban un café por las tardes. Me hice adicto al café, no por su sabor, ni su aroma. Me hice adicto por la esperanza de que, al tomarlo diariamente, coincidiríamos de nuevo en alguna ocasión. Te escribí una canción, creyendo firmemente muy dentro de mi ser que tal vez, las notas creadas por tu silueta te atraerían, de forma magnética, a mi casa. Pero nada, aún no te encuentro.
Hoy se cumplen dos meses, desde el día que nos conocimos. Dos meses es tiempo suficiente para cortejar a alguien, para invitarle a salir, a bailar, tal vez al cine o a tomar un café. Dos meses es sensato, para decirle cuanto te gusta, como te encanta ver su cabello flotar por los aires, como disfrutas de ver su figura por la avenida, a la hora de marcharse y como revives cada día, cuando ella se acerca de nuevo a tu vida.
Dos meses definitivamente no me han sido suficientes para olvidarte, y aunque no te conozco y parezca ilógico, te amo. Bueno, no se si te amo a ti, o a tu dulce recuerdo de aquella tarde de lluvia.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario